La violencia, cualquiera sea su fuente, forma,
intención o destinatario, suele movilizar mis sentimientos a tal punto que
terminan por transformarse en un dolor muy profundo y difícil de esquivar. Esto
es así desde que tengo memoria, desde que puedo recordar mis percepciones. Mi
curiosidad, muchas veces voraz, me ha impulsado a una búsqueda sin fin de la
esencia misma de la violencia, así me fui desangrando en letras, ideas y
experiencias intentando comprenderla, intentado entender tanta deshumanización.
Con la mirada impregnada de tanto
dolor decidí hundirme en las entrañas del sistema educativo entendiéndolo como
la columna vertebral de la innata toxicidad de la violencia y, a su vez, como
su único antídoto. Con este
dilema que no deja de acosarme, fui recorriendo los distintos caminos de mi
siempre incompleta formación. Caminando hice elecciones que, si bien me
ayudaron a comprender un poco mejor el paisaje que toda mi vida fui observando
y lograron esclarecer muchos de mis interrogantes, no hicieron más que generar
una amplia y diversa gama de preguntas para las que mis conocimientos no logran
elaborar respuestas.
Entre tantas elecciones fue como
llegué un día a la escuela que funciona en la unidad carcelaria de mujeres de
mi ciudad. Necesitaba comprender qué rol cumplía un sistema de por si violento,
que intenta subsanarse desafiando, incluso,
las raíces sobre las que fue concebido, en el lugar más deshumanizado y desocializado que uno
pudiera conocer.
El ingreso a la institución es
decididamente molesto. Todo en aquel lugar se encuentra en pésimo estado, hay
mucha humedad y está todo muy sucio. La Escuela Primaria no es más que una
pequeña habitación con un pizarrón y algunos bancos donde no caben más de diez
personas, unas pegadas con otras.
Pasamos en aquel lugar siete días y
debo decir que he tenido la suerte de conocer personas increíbles, hermosas y
luchadoras. Es, sin dudas, una experiencia que marco el rumbo de mi formación
para siempre, una huella indeleble. Esos muros contienen un grito tan
cercenado, doloroso y profundo que resulta imposible escucharlo y no salir
herido. Y a pesar de esa herida o, tal vez, justamente porque esa herida es la
causa de sus acciones, allí estaba Ana, la docente, cada día intentando detener
esa intensa y copiosa hemorragia, dejando lo mejor de sí y volviendo cada día a
su hogar con un dolor más profundo. Ana decía que algo de satisfacción le
quedaba pero que le resultaba difícil pensar en esas mujeres y sus hijos,
porque también asistían a clases los hijos, sin sentir tristeza. Y ella sigue
allí dando lucha y esas mujeres con sus hijos siguen allí intentando sobrevivir
sin perder por completo toda su humanidad.
Ana es el perfecto reflejo de un
sistema que busca transformarse a sí mismo e intenta subsanar el daño que ha
hecho. Ana va cosiendo la herida de un sistema que se atraganta con bienes
materiales y vomita humanidad. Ana es eso y mucho más, tal vez, sin saberlo.